La ciencia no lo sabe todo. Y eso genera mucho malestar en los que tienen una fe ciega en ella…

Y de la manera más tonta, oye. Antaño, hasta era frecuente en los pueblos (también en las ciudades) que la gente se muriese sin que se supiese bien de qué se había muerto. «Pues parece que le falló el riñón, dejó de orinar…». «Echaba el hígado por la boca». «Se puso amarillo y perdió peso y se fue en tres días». O bien mucho menos dramático «Se quedó dormido en el sillón y no se levantó, debió fallarle el corazón…». Son comentarios que todos hemos oído de los antepasados nuestros que se murieron. Personalmente me los refieren a diario los pacientes a quienes hago una historia clínica y pregunto por antecedentes familiares.
 
Pensamos que esa ignorancia es cosa del pasado: ahora ya no puede darse eso de que uno se muera sin saber por qué. Sabemos que ante la duda, podemos tirar de una autopsia, clínica o judicial, para abrir el cadáver y ver de qué murió. En la práctica no se hacen tantas autopsias como uno cree. Las judiciales, las muertes violentas, porque han de hacerse por ley, pero en el ámbito clínico, pocas veces se solicita a los médicos que le hagan la autopsia a un familiar fallecido sin saber muy bien de qué. A pesar de los avances técnicos de la medicina… sorpréndase: mucha gente se nos muere sin saber por qué o de qué. Los más mosqueados empiezan a ser esos que recelan de que los certificados de defunción que expedimos los médicos pongan como causa de muerte «parada cardiorespiratoria»: es evidente que el que muere deja de respirar y el corazón le deja de latir… aunque hay cadáveres con respiración asistida y función cardiaca vigente, situaciones que se mantienen en ocasiones por ver si el finado es objeto de donación de órganos, habiendo constatación de la muerte cerebral, irreversible. Con parada cardiorrespiratoria se muere todo el mundo. De parada cardiorrespiratoria… no todos.
 
Hablar de la muerte no suele ser agradable. En algunos ambientes hasta es de mal gusto. Pero es un runrún que todos los vivos llevamos tras la oreja, sobre todo cuando vemos que conocidos y coetáneos van siendo protagonistas en los velatorios. Pensamos que la muerte «avisa» mostrando previamente algunas alteraciones en los análisis y pruebas diagnósticas que hacemos los médicos. Pero sabemos de gente que se murió con unos análisis impecables. Así que ante cualquier signo de mal funcionamiento en el cuerpo, buscamos hacernos pruebas en busca de algo que debamos remediar lo antes posible para retrasar la caja de pino. Este es el negocio del siglo XXI en el ámbito de la medicina: la exacerbación de la prevención y el fomento de la hipocondria. Como lo más preciado que tenemos es la vida, se trata de prolongarla hasta el infinito y más allá. El otro día un compañero biólogo me mandaba la foto de un libro recién salido que lleva un título atractivo «La muerte de la muerte». No lo he leído pero creo que analiza desde un punto de vista de la biología la posibilidad de prolongar la vida indefinidamente. A mí como médico, me resulta un poco indiferente: en nuestro negociado lo importante es tener «material» sobre el que trabajar y se sospecha que cuanto más añoso esté un cuerpo, más achaques ha de tener, más pasto para la medicina (perdón por la cruda ironía).
 
Es cierto que el desarrollo tecnológico permite solucionar muchos problemas de salud que antes eran letales, o anticiparse en la resolución de problemas médicos. O por lo menos, gracias a todos estos avances «lo vemos venir» aunque nuestros recursos para curar o reparar el mal sean limitados. Más o menos limitados pero cada vez, eso sí, más costosos. Ahí es donde está el negocio.
 
A pesar de estos avances, no se crea usted que siempre sabemos de qué se nos muere un paciente. Evitando términos vagos en imprecisos («tenía un pinfostio por ahí dentro…»), empleamos otros acaso más finos pero que igualmente muestran nuestra ignorancia: fue un fallo multisistémico por sepsis de origen no filiado, se piensa que fue un coágulo que se le fue a los pulmones, acaso una arritmia que no revertió a la cardioversión eléctrica, seguramente se le rompió un aneurisma en el polígono de Willis por una subida de tensión,…
 
No sé si es mayor el miedo a la muerte o a morirse sin saber de qué, de la manera más tonta. Ante la proliferación de casos de gente que se mira mucho e igualmente se muere, comenzamos a recelar de los médicos, la medicina y la capacidad preventiva o diagnóstica. Que me hagan un análisis de todo, un escáner de cabeza hasta los pies, una resonancia de todo el cuerpo,… Los problemas médicos que aquejan a los pacientes se exacerban en aquellos que tras numerosas pruebas… no tienen nada. O no sale nada en las pruebas. Y ahí estamos: incrementando la ansiedad de los pacientes con todos los procedimientos diagnósticos a nuestro alcance, no se nos escape algo. Que sí, colegas míos de la medicina, que sí: que al final se nos escapa algo. Por muy bien que hagamos las cosas, incluso ajustándonos a derecho para evitar las demandas judiciales, al final el paciente se nos muere. Se muere más o menos sano, pero se muere. Siempre perdemos la batalla final.
 
Hay pacientes que se nos mueren sin que sepamos a ciencia cierta de qué se han muerto. Yo he visto a algunos morirse de angustia, de pena, de tristeza,… eso no salía en los análisis. Mucha gente vive apenada, entristecida, derrumbada,… siente que si se muere sale ganando. Y se muere por dejadez, por tirar la toalla. Venimos al mundo sin pelo, sin dientes y sin ilusiones…. y algunos se van del mundo sin pelo, sin dientes y sin ilusiones. Cuando los médicos constatamos que las diferentes pruebas son normales a la vez que el paciente se va apagando, comprobamos que la ilusión de vivir no se refleja en las pruebas diagnósticas, va por otra vía. A menudo el paciente o sus familiares pensaran que «algo se nos escapa» al juicio diagnóstico. Lo que se nos escapa es la vida. No obstante, miremos las cosas con optimismo: aunque algún día hemos de morir, el resto de los días no.
 
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