Julio Burdiel Hernández, que perdió siete litros de sangre y sobrevivió milagrosamente a un tiro que le traspasó el hígado y el estómago, preguntó por él en el hospital y le dedicó un poema. Ahora publica una novela con tintes autobiográficos

SEVILLA Actualizado:

El 16 de enero de 1985 ocurrió un suceso que saltó a las portadas de todos los periódicos y que marcó la vida de Julio Burdiel Hernández, un notario abulense que el pasado mes de enero cumplió 90 años y que este lunes presentó en Sevilla «Aquello también fue vida» (Point de Lunettes), una novela de tintes autobiográficos.

Un opositor que había suspendido por tercera vez Notarías irrumpía en el salón del Colegio de Notarios de Madrid en medio de uno de los exámenes orales y disparaba a los miembros del tribunal, a los que acusó de haberles «destrozado» su vida. Hirió de extrema gravedad a dos de ellos, tras lo cual se metió el arma en la boca, que había sustraído a su padre, magistrado del Tribunal Supremo, y apretó el gatillo. Un testigo presente aseguró que el atacante exclamó «¡Dios mío, Dios mío!» poco antes de morir.

El tribunal de la oposición, posiblemente, más dura de España y a la que se presentaban los mejores estudiantes de Derecho de todo el país (constaba entonces de 444 temas de Derecho Civil, Tributario, Mercantil e Hipotecario de los que había que exponer diez, uno detrás de otro, en una hora y media de tiempo), lo componían siete personas: un letrado de la Dirección General de Registros y Notariado (que lo presidía), dos notarios, un magistrado del Tribunal Supremo, un catedrático de Derecho Civil, un abogado del Estado y un registrador de la propiedad.

Aunque ha llovido mucho desde entonces, Julio Burdiel recuerda perfectamente lo ocurrido aquella tarde de enero que cambió su vida y la de muchas de las personas presentes. «Los miembros del tribunal estábamos escuchando la exposición y estábamos tomando notas de nuestras impresiones, como solíamos hacer, sin mirar al opositor. Todo iba normal hasta que de pronto se calla. Levanté entonces la cabeza y pensé que se iba a retirar, como solía suceder cuando alguien interrumpía su exposición. Pero no era eso: se calló porque tenía a su lado, a unos tres o cuatro metros de mí, a otro chico con una pistola en la mano. Tenía gafas y vestía un abrigo gris marengo. Pensé que era un policía de paisano y me pregunté qué estaría pasando fuera de la sala para que este hombre entrara allí armado. Al instante nos apuntó diciendo: «Señores, ustedes han destrozado mi vida. Dispónganse a morir».

El presidente del tribunal se tiró debajo de la mesa y el chico le disparó dos veces pero la mesa debió de protegerle y desviar las balas. «A continuación, apuntó a un magistrado del Supremo pero no le disparó -recuerda Burdiel-. No lo mató porque era compañero de su padre y debía de conocerle. Al siguiente, que era un joven catedrático, sí le disparó. La bala le entró por la espalda y la cruzó entera sin tocarle milagrosamente ningún órgano vital. Al abogado del Estado también le pegó un tiro pero no le dio, y el otro notario le lanzó entonces un cenicero muy pesado y salió disparado de allí», cuenta.

El chico dijo antes de dispararnos: «Señores, me han destrozado la vida. Dispónganse a morir»

La situación de pánico que se desató a partir de ese momento en el salón de actos del Colegio de Notarios de Madrid no es difícil de imaginar. «Yo me levanté rápidamente pero tropecé con un sillón; entonces giré y sentí el tiro, que me atravesó el hígado y el estómago. Como estaba tan cerca, el disparo me lanzó al suelo de espaldas. El dolor era insoportable y estuve tirado no sé cuánto tiempo hasta que dos policías nacionales me cogieron y me bajaron por las escaleras», cuenta.

Burdiel no perdió el conocimiento y recuerda que el magistrado del Supremo, compañero en el tribunal, que se metió con él en el coche policial y les dijo a los policías que «o van ustedes más rápido o este hombre no llega vivo al hospital». Por fortuna, el Gregorio Marañón estaba cerca y llegaron pronto, aunque ya sin fuerzas para hablar y con la tensión a a seis.

A Julio Burdiel le dolía tanto el estómago que dice que lo que único que quería en ese momento era «morirse». Por fortuna, se quedó incosciente y cuando se despertó al día siguiente tenía un frío espantoso en los pies y no tenía fuerzas para nada. «La enfermera me echó tres mantas por encima. Cuando se me pasó el frío, me sentí completamente feliz», cuenta.

Le tuvieron que operar dos veces y ponerle siete litros de sangre. «Me quitaron la vesícula y me cosieron el estómago pero el problema era el hígado, que estaba destrozado, y los pulmones, que dejaron de funcionar. A mi mujer le dijeron que si en tres días dejaba de sangrar, me volverían a opera, y que si no dejaba de hacerlo, moriría». Estuvo diez días en la UVI y el día que lo ingresaron en planta lo pusieron a bailar. «Me dijeron que tenía que moverme para que no se me formara ningún cóagulo y el caso es que recuerdo que pude bailar un poco, imagino que me habrían drogado para poder hacerlo», asegura.

Sólo le funcionaba una parte muy pequeña de los pulmones y le dijeron que si hubiera sido fumador, no habría sobrevivido. «Eso se lo tengo que agradecer a una tía que me cogió fumando cuando era un chiquillo y me hizo prometerle que no me castigaría ni se lo diría a mi padre si no volvía a hacerlo en la vida -recuerda-. Cumplí mi palabra y gracias a eso, con ese trocito de pulmón, pude respirar hasta que me curé», cuenta.

Lo primero que preguntó Julio Burdiel cuando salió de la UVI del Gregorio Marañón fue cómo estaba el «chico» que le había disparado. No pudo ver cómo se suicidaba pero intuía que algo malo le había ocurrido. «No le guardo ningún rencor, ni siquiera entonces, cuando estaba tan dolorido por el disparo», cuenta. «En aquella época un licenciado en Derecho tenía trabajo pero este chico tenía un hermano juez y otro notario -cuenta. Luego pude enterarme de que había recibido fuertes presiones familiares, al parecer, de su madre, para que siguiera el camino de su hermano y se hiciera también notario. Yo creo que hay que dejar a cada uno que elija su destino».

Ya recuperado, aunque con secuelas de por vida (tiene que tomar varias pastillas al día y sufre hepatitis C por las transfusiones de sangre) le escribió un poema en el que lamentaba que no hubiera hablado con ningún miembro del tribunal para desahogar su frustración. «Le habríamos reorientado y yo creo que no hace falta ser notario o juez para ser feliz en la vida. Hay otras muchas cosas», cuenta.

Los padres de este opositor se presentaron en su casa meses después de lo ocurrido. «Me pidieron perdón y me ofrecieron dinero. Acepté las disculpas y rechacé cualquier compensación económica».

Burdiel asegura que en esta oposición tan difícil «nadie aprobaba que no se supiera el temario y puedo asegurar que no funcionaban las recomendaciones porque en el tribunal éramos siete personas independientes«. El presidente del mismo conocía al homicida frustrado de las dos veces anteriores que se había presentado. »En esta tercera se vio que había estudiado pero no dio el nivel suficiente para aprobar y lo suspendimos. Aunque no resultó herido como yo, el presidente se quedó muy trastornado por lo ocurrido y nunca se recuperó del todo. No tenía hijos y consideraba a sus opositores como una especie de familia. Para él fue como la rebelión de los hijos y no volvió a entrar en la sala donde ocurrió todo ni quiso hablar de eso nunca más», recuerda.

«La familia del opositor que me disparó vino a mi casa a pedirme perdón y a ofrecerme dinero. Acepté sus disculpas pero rechacé lo segundo»

Cuando unos años después le nombraron director general de Registros y del Notariado, tuvo que convocar una oposición entre notarios y un alto cargo del Ministerio le sugirió que renunciase a formar parte del tribunal y delegar la presidencia en otra persona, a lo que él se negó. «Fue una cosa insólita que a un opositor a Notarías que se estaba jugando el porvenir le diera un golpe de locura así y estaba seguro de que un notario con plaza ganada no me iba a disparar porque no ascienda un poco en el escalafón», bromea.

Aquello también fue vida

Burdiel ejerció como notario hasta su jubilación, aunque también es poeta y escritor. Este lunes presentó en el Colegio de Notarios de Sevilla su novela «Aquello también fue vida» (Editorial Point de Lunettes), en la que cuenta la historia de un niño de la posguerra, sus peripecias familiares y su educación en un colegio de curas en la Salamanca de los años cuarenta. «Pasamos mucho hambre y mucho frío», cuenta a ABC. Junto a Luciano González Egido (l Premio de la Crítica por El Corazón Inmóvil) y otros aspirantes a poeta, este notario que acaba de cumplir 90 años publicó en plena posguerra «Agua eterna». En esa época conoció a los escritores del 98, a los poetas del 27 y a los grandes novelistas europeos del siglo XIX.

En 1949 Burdiel descubrió a Faulkner y Hemingway y ese año, junto a su amigo Luciano G. Egido, viajó a Madrid para conocer a Pío Baroja. Sólo tenían 18 años: «Nos recibió en su casa y estuvimos cuatro horas hablando hasta que ya nos dijo que se iba a beber leche a la cocina. Hablamos de todo, de Churchill y el Canal de Suez, y de literatura. Él no conocía a Faulkner y tuvimos la fortuna de poder explicarle quién era ese autor norteamericano que acababa de recibir el Premio Nobel al que nosotros habíamos leído«, cuenta a ABC. «Ese viaje nos costó unas 400 pesetas de entonces pero admirábamos tanto a Pío Baroja. Él nos pregunto qué se decía de Unamuno en Salamanca porque no se llevaba muy bien con él -añade-. Admiraba a Ortega y Gasset pero nos dijo que no entendía que fulminara la monarquía sin saber que una revolución podía acabar mal en España, como de hecho acabó».

abc.es

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